El concepto de ficción – Juan José Saer

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El concepto de ficción

Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman a Ellmann, sus biógrafos oficiales, el progreso principal es únicamente estilístico: lo que el primero nos trasmite con vehemencia, el segundo lo hace asumiendo un tono objetivo y circunspecto, lo que confiere a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero tanto las fuentes del primero como las del segundo -entrevistas y cartas- son por lo menos inseguras, y recuerdan el testimonio del «hombre que vio al hombre que vio al oso», con el agravante de que para la más fantasiosa de las dos biografías, la de Gorman, el informante principal fue el oso en persona. Aparte de las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad ni la honestidad de los informantes puede ser puesta en duda, y que nuestro interés debe orientarse hacia cuestiones teóricas y metodológicas.

En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanzamos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entrando en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932-1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.

El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos -sólo que no siempre es así- sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera.

Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable.

La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la verdad, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.

La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado -fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera-, lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser: “No basta con sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a cabo”.

Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de Kayser (“¿Quién cuenta una novela?”): “La Novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por añadidura”. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica independencia de lo verdadero y de lo falso.

Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar como ejemplo algunos escritores contemporáneos. No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como paradigma de lo verdadero. La Verdad- Por- Fin- Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe duda que requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse de la ficción? ¿Para qué novelar algo de lo que ya se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada obliga, si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, a pasar por la ficción.

Empleadas de esa manera, verdad y ficción se relativizan mutuamente: la ficción se vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto a recubrir con la carnadura relativa de las diferentes verdades que van sustituyéndose unas a otras. Los mismos principios son el fundamento de otra estética, el realismo socialista, que la concepción narrativa de Solienitsin contribuye a perpetuar. Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de la verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología. Para su tarea, sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen bastado. Lo que debemos exigir de empresas como la suya, es un afincamiento decidido y vigilante en el campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo más superfluos. Y por otro lado, no basta con dejarse la barba para lograr una restauración dostoyevskiana.

Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de “lo verdadero”, las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, poniéndolo al servicio de “lo falso”. Puesto que lo dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simétrico de Solienitsin: a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela policial se traslada a la edad media, que a su vez es metáfora del presente, y la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, me viene espontáneamente al espíritu una frase de Barrés: “Rien ne déforme plus l’histoire que d’y chercher un plan concerté”.) Su interpretación de la historia está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna ambiguedad.

La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges -numerosos textos suyos lo prueban-, a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.

Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a Proust un interés desmedido por los folletines. En esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto de Proust por los folletines es un recurso teatral de Eco para justificar sus propias novelas, como esos candidatos dudosos que, para ganar una elección local, simulan tener el apoyo del presidente de la república. Es una observación sin ningún valor teórico o literario, tan intrascendente desde ese punto de vista como el hecho, universalmente conocido, de que a Proust le gustaban las madeleines. Es significativo en cambio que Eco no haya escrito que a Agatha Christie o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, y con razón, porque si pone de testigo a Proust para exaltar los folletines es justamente porque escribió A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche que Eco pretende ampararse, no del supuesto gusto de Proust por los folletines. Basta con leer una novela de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus autores les gustan los folletines. Y para convencerse de que a Proust no le gustaban tanto, la lectura de la Recherche es más que suficiente.

Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola “a su manera”. La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito.

A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás -no me atrevo a afirmarlo- esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.

 

En: El concepto de ficción, Buenos Aires, Ariel, 1997.

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Para leer y descargar el libro «El concepto de ficción», en el siguiente link: 

http://recursosbiblio.url.edu.gt/Libros/jjSaer/Concepto-ficcion.pdf

 

 

 

«Infierno grande» de Guillermo Martínez – #uncuentodiario

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Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar.
Por alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa polvorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que sucedió.
La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el peto se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en la peluquería de Cervino estaba siempre el último El Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquélla. Tal vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más perturbador que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas, que por esa época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas.
Con todo, creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa: no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.

Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera solamente a leer El Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada devota, sin sombra de sospechas.
Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa: que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería, delante de él y en las narices de Cervino… En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas habladurías.

Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la playa, por donde solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo… y comentaban entre sí con risitas de complicidad que quizás ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa. Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo por norma no discutir con los clientes.
Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino… Pero aquí la viuda me interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más peligrosos.
Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba, la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa.
Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente, como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante, nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y que cualquiera podía ser la próxima víctima.

Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que Cervino había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a la navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los cuerpos nada podía hacerse.
En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso.
Yo escuchaba en el almacén hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte, parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa, vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres.
Y un día los encontró.

Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mi alrededor y nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no en Puente Viejo.

Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente entorno y yo distribuí las palas y hundí la mía en el sitio que me preció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco vaivén del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más rápido, era contagioso aquel frenesí; las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver.
Los demás apenas le echaron un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos. No era el muchacho.
Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más muertos, cabezas, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario también sabía. Nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de los que habíamos estado allí.

La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.

*Guillermo Martínez (Bahía Blanca, Buenos Aires, 29 de julio de 1962) es un escritor y matemático argentino.  Se radicó en Buenos Aires en 1985, donde se doctoró en Ciencias Matemáticas. Posteriormente residió dos años en Oxford, Gran Bretaña, con una beca de postdoctorado del CONICET. En 1982 obtuvo el Primer Premio del Certamen Nacional de Cuentos Roberto Arlt con el libro La jungla sin bestias (inédito). En 1989 obtuvo el Premio del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos Infierno Grande (Planeta). Su primera novela, Acerca de Roderer (Planeta, 1992), tuvo gran recibimiento de la crítica y fue traducida a varios idiomas. Publicó después La mujer del maestro (novela, Planeta 1998).
En 2003 apareció el libro de ensayos Borges y la matemática (Seix Barral) y obtuvo el Premio Planeta Argentina con Crímenes imperceptibles, novela que fue traducida a 38 idiomas y ha sido llevada al cine por el director Álex de la Iglesia, con el título Los crímenes de Oxford y un casting que incluye a John Hurt y Elijah Wood.
En 2005 publicó un libro de artículos y polémicas sobre literatura: La fórmula de la inmortalidad (Seix Barral). En 2007 apareció su última novela, La muerte lenta de Luciana B., contratada hasta el momento para traducciones a veinte idiomas, y votada por la crítica en España entre los diez mejores libros de 2007.
En 2009 publicó en Seix Barral el ensayo Gödel (para todos), en colaboración con Gustavo Piñeiro.
En 2011 publicó la novela Yo también tuve una novia bisexual (Ed. Planeta).
En 2013 publicó el libro de cuentos Una felicidad repulsiva (Ed. Planeta), que obtuvo el premio hispanoamericano Gabriel García Márquez.
Participó del Internacional Writing Program de la Universidad de Iowa y obtuvo becas del Banff Centre for the Arts y de las fundaciones MacDowell y Civitella Ranieri. Colabora regularmente con artículos y reseñas en La Nación y otros medios. Fue jurado de los principales premios literarios: Alfaguara, Planeta, Emecé, La Nación-Sudamericana, Fondo Nacional de las Artes.

Uno de sus cuentos ha sido publicado recientemente en el New Yorker. Es uno de los escritores argentinos más traducidos en el mundo.

Más info sobre el autor: http://guillermomartinezweb.blogspot.com.ar/

Guía de Teatros de Buenos Aires – Circuito alternativo

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Como la memoria es frágil y es un dato que muchas veces se pide y se pierde y se vuelve a preguntar, comparto la guía con los datos de las salas del circuito alternativo de teatro en Buenos Aires.

La guía la extraje de Revista «llegás». La revista Llegás a Buenos Aires es una publicación de distribución gratuita con información pertinente al acontecer cultural en la ciudad de Buenos Aires, Argentina. Con notas de teatro, cine, música, gastronomía, libros, noche y mucho más, Llegás te anticipa cada mes, todo lo que está por ocurrir en la ciudad.
Para leer su versión online: https://issuu.com/revista_llegas 

teatrosporteños

«Esa mujer» de Rodolfo Walsh [#uncuentodiario]

El coronel elogia mi puntualidad:

– Es puntual como los alemanes -­dice.

– O como los ingleses.

El coronel tiene apellido alemán.

Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.

– He leído sus cosas ­–propone-­. Lo felicito.

Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.

Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.

El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.

Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.

Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.

El coronel sabe dónde está.

Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.

Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.

– ­Esos papeles ­-dice.

Lo miro.

­- Esa mujer, coronel.

Sonríe.

­- Todo se encadena -­filosofa.

A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.

­- La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.

­- ¿Mucho daño? -­pregunto. Me importa un carajo.

­- Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años ­dice.

El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.

Entra su mujer, con dos pocillos de café.

– Contale vos, Negra.

Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.

­- La pobre quedó muy afectada -­explica el coronel-­. Pero a usted no le importa esto.

­¡Cómo no me va a importar! Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.

El coronel se ríe.

­- La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.

Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.

– Cuénteme cualquier chiste -dice.

Pienso. No se me ocurre.

­- Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.

-¿Y esto?

­- La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.

El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.

– Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.

­- ¿Qué más? -­dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.

– Le pegó un tiro una madrugada.

­- La confundió con un ladrón -­sonríe el coronel-. Esas cosas ocurren.

­- Pero el capitán N. . .

– Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.

­- ¿Y usted, coronel?

­- Lo mío es distinto –­dice-­. Me la tienen jurada.

Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.

­- Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.

­- Me gustaría.

­- Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?

­- Ojalá dependa de mí, coronel.

­- Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.

Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.

– Mire.

A la pastora le falta un bracito.

­- Derby -dice. Doscientos años.

La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.

– ¿Por qué creen que usted tiene la culpa?

­- Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.

El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.

– Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.

­- ¿Qué querían hacer?

­- Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuánta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.

­- Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.

– Y orinarle encima.

­- Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.

No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.

­- Esa mujer -­le oigo murmurar-­. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.

El coronel bebe. Es duro.

­- Desnuda –­dice-­. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente­, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso…

Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.

­- Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.

Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.

­- …se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos­, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?

­- No.

­- Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.

Vuelve a servirse un whisky.

­- Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.

Bruscamente se ríe.

­- Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.

Repite varias veces «Eso le demuestra», como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.

– Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.

­- ¿Pobre gente?

­- Sí, pobre gente. -­El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior-­. Yo también soy argentino.

­- Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.

­- Ah, bueno -­dice.

– ­¿La vieron así?

­- Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo…

La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más remota encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.

­- Para mí no es nada -dice el coronel­-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.

Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da… Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.

­- A mí no me podía sorprender. Pero ellos…

­- ¿Se impresionaron?

– Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: «Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo.» Después me agradeció.

Miró la calle. «Coca» dice el letrero, plata sobre rojo. «Cola» dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. «Beba».

­- Beba -­dice el coronel.

Bebo.

­- ¿Me escucha?

– Lo escucho.

– Le cortamos un dedo.

­- ¿Era necesario?

El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.

­- Tantito así. Para identificarla.

– ¿No sabían quién era?

Se ríe. La mano se vuelve roja. «Beba».

­- Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?

­- Comprendo.

– La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.

­- ¿Y?

­- Era ella. Esa mujer era ella.

­- ¿Muy cambiada?

­- No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a… Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.

­- ¿El profesor R.?

– Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.

En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.

­- ¿Enciendo?

­- No.

– Teléfono.

­- Deciles que no estoy.

Desaparece.

­- Es para putearme ­-explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.

– Ganas de joder -­digo alegremente.

­- Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.

­- ¿Qué le dicen?

­- Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.

Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.

­- Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.

El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.

­- La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.

Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.

– Llueve -dice su voz extraña.

Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.

­- Llueve día por medio -­dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.

Dónde, pienso, dónde.

­- ¡Está parada! -grita el coronel­. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!

Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.

­- No me haga caso -dice, se sienta-­. Estoy borracho.

Y largamente llueve en su memoria.

Me paro, le toco el hombro.

­- ¿Eh? -dice­ ¿Eh? -dice.

Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.

– ¿La sacaron del país?

– Sí.

– ¿La sacó usted?

– Sí.

– ¿Cuántas personas saben?

­- Dos.

– ¿El Viejo sabe?

Se ríe.

– Cree que sabe.

– ¿Dónde?

No contesta.

­- Hay que escribirlo, publicarlo.

– Sí. Algún día.

Parece cansado, remoto.

­- ¡Ahora! -­me exaspero-­. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!

La lengua se le pega al paladar, a los dientes.

– Cuando llegue el momento… usted será el primero…

­- No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.

Se ríe.

– ¿Dónde, coronel, dónde?

Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.

Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.

­- Es mía -dice simplemente­-. Esa mujer es mía.

Walsh, Rodolfo (1986) Los oficios terrestres. Buenos Aires. Ediciones De la Flor.

Darcargar en PDF: http://www.oei.org.ar/edumedia/pdfs/T11_Docu8_Walsh.pdf

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Documental «Rodolfo Walsh, reconstrucción de un hombre» (1)

 

Documental «Rodolfo Walsh, reconstrucción de un hombre» (2)

 



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«La fiesta ajena» de Liliana Heker [#uncuentodiario]

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó:no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza.
Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. –¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: ‘Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo». Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que
la señora Inés le había dicho: «¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?». Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
–¿Y vos quién sos?
–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura,muy seria. La del moño se encogió de hombros.
–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?
–No.
–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
–Soy la hija de la empleada –dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo.
También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?
–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.
–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtiómuchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban «a mí, a mí». Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadaspor ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. «A ver, socio, dé vuelta una carta», le decía. «No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo».
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía quesostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
–¿Al chico? –gritaron todos.
–¡Al mono! –gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
–Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: «Muchas gracias, señorita condesa».
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: «Viste que no era mentira lo del mono». Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
–Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: «Espérenme un momentito».
Ahí la madre pareció preocupada.
–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.
–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: «Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?». Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado dela bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. 
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

Obra en Construcción: Liliana Heker 1/2 – Audiovideoteca de Escritores

Obra en Construcción: Liliana Heker 2/2 – Audiovideoteca de Escritores

 

#uncuentodiario

Minientrada

Revisando archivos, encontré varios cuentos digitalizados. La gracia del digital es poder compartirlo de manera rápida y masiva. Así que a partir de hoy inicio algo llamado #uncuentodiario

Esta iniciativa tiene por objetivo difundir textos literarios, sin la intención de armar un corpus ni nada que se le parezca. Tampoco habrá un juicio de valor ante ellos, más bien se expondrán para que queden al servicio de quienes se sientan atraídos a la lectura. En algunos casos trataré de acompañarlos de información del autor, contexto, bibliografía.

Muchas veces me ha pasado de querer compartir textos que se pueden encontrar navegando en la web, pero eso conlleva la tarea de googlear, compartir un link o descargar, y no todos tienen el tiempo o las herramientas para encontrarlos.

Espero que esta iniciativa pueda servir a cualquier persona, ya que la literatura abarca más allá de los ámbitos instituciones de enseñanza, y así amainar el carácter obligatorio en que muchas veces se ve inmersa.

Por último, el hecho de nombrarla #uncuentodiario se basa en el deseo de sumar la lectura literaria al día a día como una actividad más de la vida, y no al hecho de publicar todos los días un cuento. Es más, tampoco voy a publicar sólo narrativa.En un contexto hiperconectado en donde leemos constantemente, no viene mal abrir ese mismo ejercicio hacia otros textos que no sean noticias, estados de facebook o mensajes de chat.

 

 

Ecléctica

 

Ecléctica es un espectáculo de danza que ocupando diversas técnicas, transita por distintas identidades de la mujer, a partir de la asociación de ésta con la luna y sus ciclos.  En Ecléctica, veremos el ir y venir de cuatro bailarinas atravesadas por emociones y vivencias distintas, quienes se unen en la puesta por medio de “La gitana”, mezcla hibrida de luna roja y  eclipse que nutre de fuerzas al ciclo de acontecimientos que dinamiza la puesta en escena.

En Ecléctica, las cuatro mujeres que son cada ciclo lunar, reflejan por medio de la danza el mundo psíquico de la mujer y su constancia para enfrentar el día a día. De esta manera, asistimos a un espectáculo que ofrece una perspectiva sobre la capacidad de renovación y la necesidad de la luz y la sombra en todo ciclo de vida.

Web AlternativaTeatral:

http://www.alternativateatral.com/obra44761-eclectica

Facebook:

https://www.facebook.com/ProyectoEclectica1/?fref=ts

Trailer

Luna llena:

 

DESCARGA PROGRAMA DE MANO:
FICHA TÉCNICA:

Idea y Dirección: Lucas Vara

Dramaturgia: Marcelo Soto Opazo

Intérpretes: Alejandro Abregu, Julian Francisco Aguilar, Guadalupe Angeleri, Mariana Batista, Aldana Buccino, Giuliano Calvimonte, Sasha Cerrini, Lautaro Cianci, Luana Consorti, Eliana Coria, Giuliana Cullari, Maoi Fernandes, Sol Gabis Gomez, Aluminé Garcia, Cinthia Mendoza, Alexis Ramirez, Camila Rodriguez Basalo, Natalia Valdez, alberto vargas, Malena Vilela.

Diseño gráfico: Diego Di Pardo

Asistencia de dirección: Micaela Napolitano.

Producción: Lucas Vara.

Coreografía: Jonatan Bukschtein, Mariana Dragone, Micaela Napolitano, Camila Rodriguez Basalo, Lucas Vara.

Teatro La Mueca. (José Antonio Cabrera 4255) Fechas: Domingos de octubre y noviembre.

Horario: 21:00 hrs. Entrada: $ 180,00 – Domingo – hasta 30/10/2016. Duración: 80 minutos

 

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Vivir sin miedo – Propuesta y diario de trabajo

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Teatro Panfletario – “Vivir Sin miedo”

Consigna del panfleto que será tomado como título de la obra:             “Vivir sin miedo”

Lenguaje escénico propuesto: Artes Escénicas, Teatro – Performance.

Descripción del procedimiento de trabajo para la creación escénica.

En “Vivir sin miedo” se plantea realizar un trabajo investigativo en torno a la noción del miedo en las contextos sociales actuales, a partir de los contextos e historias de los miembros del grupo. Teniendo en cuenta las inquietudes y propuestas en torno al tema, realizaremos una exploración escénica que tiene por objetivo poder presentar por medio del cuerpo nuestro panfleto: “Vivir sin miedo”.

Para eso, durante los encuentros de ensayo, conjugaremos los cuerpos en escena para descubrir espacios de enunciación y de presencia, a partir del material biográfico de las actrices. Esto tiene por interés develar el miedo a exponer lo propio a partir de la importancia de la presencia corporal.

Lo anterior, tiene por objetivo develar los tipos de miedo que portamos, cuáles de ellos son impuestos o autoimpuesto, y cómo podemos dialogar con ellos para así poder vivir sin miedos.

Así, “Vivir sin miedo”, se plantea como un lugar de investigación para generar un trabajo creativo que conjuga la dramaturgia y actuación como dos instancias bases que se exploran durante el proceso de puesta en escena.

En este sentido, el formato de montaje del encuentro “Teatro Panfleto” nos permite realizar una investigación que lleva a la búsqueda de nuestras propuestas, y que éstas sean posibles de mostrar de modo condensado y sustraído, en una puesta en escena de máximo 20 minutos.

Ficha técnica:

Dramaturgia: Marcelo Soto Opazo

Intérpretes: Yasmín Merli, Rocío Pawluk, Carolina Bosch.

Asistencia de dirección: Mariana Ferreiro.

Diseño coreográfico: Mariana Ferreiro.

Sonidos y Audiovisuales: Maximiliano Amaya.

Dirección: Marcelo Soto Opazo.

Diario de Trabajo.

 

Día 1. 09/05/2015

  • Reconocer el espacio que vamos habitar durante tres meses. Realizar recorrido espacial registrando las perspectivas y buscar los puntos de vista que permite el teatro.
  • Conversamos sobre el miedo, qué significa el proyecto y la residencia para cada uno.
  • Distinguimos intensidades corporales. Cada intérprete (son tres) registró su cuerpo desde un lugar concientizado: piel (Carolina), músculos (Yasmín) y esqueleto (Rocío).
  • A partir de esta concientización, cada una habló sobre el primer registro del miedo desde el fragmento corporal que les tocó.
  • Todo lo dicho en el ensayo, fue grabado en audios que durante la semana volvimos a escuchar para seleccionar frases de modo arbitrario sin importar quién lo dijo.

Día 2. 16/05/2015

  • Cada intérprete leyó las frases que registró de los audios del ensayo anterior. Aquellos fragmentos fueron intercambiados y a partir de la selección realizada por otra compañera, comenzamos a ensayar formas y lugares corporales desde las cuales darle cuerpo a los textos.
  • Integramos dos banquetas como elementos de exploración para la puesta en escena, ya que otorgaron una posibilidad de cambiar el peso de las intérpretes, además de otorgar nuevas posibilidades de movimiento por el espacio.
  • Registro en audios, videos y fotografías.

Día 3. 24/05/2015

  • Trabajar con la diversidad de registros corporales (piel, músculos, esqueleto) y ocupar aquel material para probar a partir de improvisaciones, modos y formas de ejecutar movimientos por el espacio y cómo aquellos iban construyendo junto con las banquetas posibilidades escénicas.
  • Registro video y fotografía.

Día 4. 30/05/2015

  • Al sumar los objetos banquetas, probamos posibilidades de interacción entre el cuerpo y objeto, junto con posibilidades de iluminación y sonidos. Así llegamos a Prokovief y determinar la iluminación de costados a modo de calle.
  • En paralelo, el trabajo sobre el texto, siempre fue desde palabras que salieran desde las ejecuciones corporales, contando al texto como una articulación más del cuerpo.

 

Día 5. 06/06/2015

  • Fijar las delimitaciones espaciales que surgieron de la investigación corporal junto con los elementos “banqueta”.
  • Primera entrega de lo que es la Dramaturgia de “Vivir sin miedo” y ensayo de la misma.
  • Registro fotográfico y videos.

Día 6. 13/06/2015

  • Lectura de dramaturgia de “Vivir sin miedo” y pruebas en escena.
  • Investigación sobre cómo la palabra surge desde el cuerpo de las intérpretes para luego pasar por el cuerpo textual en la hoja en blanco para volver a ocupar un nuevo lugar remasterizado en el cuerpo. Un trasvasije de la palabra entre el texto y el cuerpo humano.

Día 7. 20/06/2015

  • Integración del trabajo realizado desde los distintos registros corporales, que demanda de las intérpretes un compromiso desde una creación a partir de sus corporalidades y cómo aquel punto comanda el resto de las instancias. Poner al cuerpo como lugar que guarda emociones y sentires. Por ejemplo, tener en cuenta que no se es “personaje Piel” sino que ellas son, que sus acciones son “Piel”.
  • Con el paso de la investigación concordamos que el miedo no es algo a lo desconocido, sino que es un miedo porque lo conocemos, porque está en alguna parte de nuestro cuerpo aquel momento primario en que se generó.

Día 8.  27/06/2015

  • Ensayo de la puesta en escena, con un nuevo objeto: caramelos repartidos por el piso. La intención de este nuevo elemento, es jugar con el límite de “lo ensayado” y cómo aquellos elementos repartidos por el suelo, determinan las posibilidades de acciones, además de convertirse en un objeto que compone parte fundamental de la puesta en escena. Jugar con este límite es jugar con lo que como equipo podemos entender como “trabajo finalizado”.

 

03.04

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Cuando uno se expone. Cuando uno se deja mostrar, en su más débil punto, sabe que se expone. Sabe, que en la exposición del detalle, muestra todo aquello que el resto oculta. Esa pequeña porción, de músculo. De ligamento. En un instante, en un silbido, todo se derrumba. La casa de papel, la casa de naipes, todo lo que lo rodea percibe su fragilidad. Y la ventana, el paso cansino o la cola de gato, desploma los filamentos de unión. Toda la conspiración no puede ser concebida como un complot. Todos los factores no aplacan la inocencia de una cola de gato. Y las cartas, desplazadas de valores, en que los números y símbolos se despojan de sus individualidades, han sido las causantes de aquella construcción expuesta. Un conjunto de aire, que al más mínimo rose, rompe su destino. Silencioso, como el instante tras un temblor. Las cartas, convertidas en láminas, carecen del ruido de los platos. Su desenlace es el mismo factor de su construcción. Inocencia del papel. Inocencia de la cola de gato. Aquella cola, coqueta e inquieta, es inocente de lo que le rodea. Su vaivén es la estabilidad del cuerpo total. Esa cola es un gato. Esa torre de naipes son papeles plastificados.  ¿Pueden aprender a compartir el espacio? Claro, los dos pueden seguir en el mismo espacio, sabiendo que siempre ocurrirá. Que siempre el gato, para mantener su equilibrio, pase a llevar. Que siempre la casa de cartas, tendrá que volver a rearmarse. Llegue o no el memento. Aquel otro ser empecinado en unirlos, se canse. Y el cansancio transformará al papel en cartas de un naipe. Más no al gato.

O.R.G.I.A.

PORTADA

O.R.G.I.A.

Muchas veces a la semana pienso en O.R.G.I.A., desde distintos prismas. Algo así como una pulsión inmediata de asociar muchos momentos con posibles acciones a realizar con el grupo.

Lo primero que pienso al pensar en O.R.G.I.A. es desde el significado del acrónimo (Organización de representación grupal e intervención artística) y la definición diccionario de “orgia” (festín en que se come y bebe inmoderadamente y se cometen otros excesos), como si aquello sirviera de algo para definir el “ente” que es nombrado. Ésta reflexión puede ser muy útil, sobre todo si es vista desde un lugar reflexivo para otorgar cimientos de identidad grupal. En este ámbito, destacaría el origen latino de orgĭa, “fiesta de Baco”, nombre en griego del dios Dionisio, dios de la vendimia y el vino, patrón de la agricultura y, adivinen… el teatro. ¿Es necesario seguir preguntándonos porqué “O.R.G.I.A.”? No lo creo.

Acudo a la memoria y tengo la tentación de revisar las primeras veces de escritura compartida en el grupo de Facebook. La memoria me brinda imágenes del cómo se dio desde una sugerencia a una aceptación y luego a una justificación para en ese momento decidir decir “somos O.R.G.I.A.”. De aquel hecho han pasado casi cinco meses; hemos terminado el seminario de Teatro Sanitario de Operaciones (T.S.O.) que nos presentó y llegamos a una etapa en la cual muchos de los integrantes –por no decir todos– sentimos que debemos hacernos responsables de la energía grupal. Tal vez cruzamos la ansiedad parecida a las preguntas de la adultez “¿qué haré de mi vida?, ¿hacia dónde vamos?, ¿qué queremos?”, preguntas a las que es difícil otorgar una sola respuesta, más si somos un grupo tan numeroso y heterogéneo.


Escribí los tres párrafos anteriores merodeando la medianoche. Los volví a leer y modifiqué ciertas líneas. Y luego de dar una larga vuelta por lecturas cibernéticas, videos, imágenes y otros estímulos que invitan a la reflexión, caigo en gracia que todo lo anterior olvida la parte importante para realizar aquello llamado grupo: el cuerpo. Esto es una bofetada a mi letralidad, al modo de acercar lo indefinible al acceso permitido por las palabras. O.R.G.I.A. no tiene porqué definirse para accionar, O.R.G.I.A. (y en escribir cada letra con su punto hace que aparezca un ritmo corporal en la escritura) brinda que las palabras y las acciones acudan desde la mezcla corporal que asiste. Por ello, intentar definir sus participantes siempre será desde el lugar en que decidamos compartir nuestra presencia. Esto hace de O.R.G.I.A. un espacio abierto a quienes han tenido la intensión de acercarse al lenguaje que buscamos. Escribo esto e inmediatamente me contradigo, porque todos los que participamos del grupo en sí tenemos un lenguaje que brindamos a lo grupal.


Aún no tenemos claro qué es lo que queremos comunicar porque nuestra primera comunicación no es la palabra, sino la presencia. Un grupo de más de veinte integrantes, podrá ser en ocasiones de tres o cuatro, seguirá siendo O.R.G.I.A., porque desde aquellos encuentros saldrá lo expuesto. Entonces O.R.G.I.A. se convierte en un modo de emitir energía grupal, y ese es el primer proceso de construcción, que no sabemos cuándo terminará.


Tener la posibilidad de ser partícipe de un lugar de entrenamiento, investigación, laboratorio, que incluya la diversidad en un sentido exagerado, hace de O.R.G.I.A. un lugar por construir en su totalidad.


O.R.G.I.A. es un pedazo de arcilla que irá tomando forma según las manifestaciones de sus integrantes. Cada uno moldeará un pedazo, componiendo una figura que hablará por sus rasgos, sus texturas, más que por su forma. Porque O.R.G.I.A. es imaginaria, y ahí radica su potencia: es nuestra, y sólo nosotros decidiremos cuándo destruirla.


¿Cambiar? No. O.R.G.I.A. es un juguete rabioso, un marasmo de plumas, un río creciente y subterráneo. La mueve la alegría del libre albedrío, del infante descubriendo objetos fijados. Comete el exceso, la impunidad, el desgarbo de los primeros pasos. Nos permite disfrutar caminar entre nieblas, ya que el temblor de los primeros pasos darán ruta para recorrer las geografías conquistadas. Paso a paso, lentamente. Lentamente.

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