(relato de un marino)
Sólo las luces cada vez más difusas del muelle que se alejaba eran visibles en un cielo negro como la tinta. Podíamos sentir sobre nuestras cabezas las pesadas nubes de tormenta a punto de reventar en lluvia, y la atmósfera era sofocante a pesar del viento y el frío.
Amontonados en las cabinas de la tripulación, nosotros, los marineros, estábamos echando suertes. Risas borrachas, altisonantes, llenaban el aire. Un compañero cacareó en broma como un gallo. Un leve escalofrío me recorrió desde la nuca hasta los talones, como si me hubieran echado agua helada en el cuerpo desnudo, por un agujero en la parte de atrás de la cabeza. Me estremecí tanto por el frío como por otras causas, que es lo que quiero escribir.
En mi opinión, el hombre es en general inmundo; y a veces un marinero puede ser la más inmunda criatura de la tierra; más inmundo que el animal más inferior, que al menos tiene la excusa de obedecer a sus instintos. Puede ser que me equivoque, pero me parece que un marinero tiene más razones para despreciarse y maldecirse a sí mismo que cualquier otro. Un hombre que en cualquier momento puede caer de cabeza desde un mástil para quedar enterrado para siempre bajo una ola, un hombre que puede ahogarse, sólo Dios sabe cuándo, no tiene necesidad de nada, y en tierra firme nadie siente lástima por él. Nosotros los marineros tomamos mucho vodka y somos crápulas porque no sabemos para qué puede necesitarse la virtud en el mar. Sea como sea, seguiré mi relato.
Estábamos echando suertes. Éramos veintidós que, como habíamos estado de guardia, en ese momento nos encontrábamos libres. De esa cantidad sólo dos iban a tener la suerte de disfrutar de un espectáculo extraordinario. En esa noche particular, el camarote de luna de miel estaba ocupado, pero la pared del camarote tenía solo dos agujeros a nuestra disposición. Uno lo había hecho yo mismo con una sierra fina, después de perforar el material con un sacacorchos; el otro lo había cortado con un cuchillo uno de mis compañeros. Habíamos trabajado en eso más de una semana.
-¡Tú te quedas con un agujero!
-¿Quién?
Me señalaron.
-¿Quién sacó el otro?
-Tu padre.
Mi padre, un viejo marino jorobado con la cara como manzana al horno, se acercó a mí y me palmeó la espalda.
-¡Hoy hemos tenido suerte, querido muchacho!- dijo- ¿Oyes, hijo? La suerte nos llegó a los dos al mismo tiempo. Eso significa algo.
Subí a cubierta, encendí la pipa y miré hacia el mar. Estaba oscuro, pero se puede presumir que mis ojos reflejaban lo que pasaba en mi alma, mientras formaba imágenes sobre el fondo negro de la noche, visualizando lo que tanto faltaba en mi vida aun joven pero ya arruinada…
A medianoche pasé caminando junto al salón de a bordo y eché un vistazo al interior. El novio, un joven pastor de apuesta cabeza rubia, estaba sentado ante una mesa con los Evangelios en la mano. Le explicaba algo a una inglesa alta, flaca. La novia, una joven muy hermosa, bien proporcionada, estaba sentada junto al esposo con los ojos celestes clavados en él. Un inglés alto, rollizo, de avanzada edad, un banquero de repulsiva cara roja, se paseaba de un lado a otro por el salón. Era el esposo de la dama madura con la que estaba hablando el pastor.
“Los pastores acostumbran hablar durante horas”, pensé. “No terminará hasta la mañana”
A la una vino a buscarme mi padre, me tironeó de la maga y dijo:
-Ahora es el momento. Abandonaron el salón.
Bajé en un abrir y cerrar de ojos la escalera de la cámara y me acerqué a la pared familiar. Entre la pared y el costado del barco había un espacio donde se acumulaban el hollín, el agua y las ratas. Pronto oí el paso pesado del viejo, mi padre. Maldijo cuando tropezó con una bolsa y algunas latas de kerosén. Busqué a tientas el agujero de la pared y retiré el trozo cuadrado de madera que había aserrado con tanto esfuerzo. Me encontré mirando una muselina fina, transparente, atravesada por una luz suave, rojiza. Junto con la luz mi cara ardiente fue acariciada por una fragancia deliciosa, sofocante; sin duda ese era el olor de un dormitorio aristocrático. Para poder ver la habitación era necesario apartar la muselina con dos dedos, cosa que me apuré a hacer. Vi bronce, terciopelo, encajes, todo bañado en un resplandor dorado. A unos tres metros de mi cara estaba la cama.
-Déjame tu lugar –dijo mi padre, apartándome de un empujón impaciente-. Puedo ver mejor desde aquí. –No le contesté-. Tienes mejor vista que la mía, muchacho, y te da lo mismo estar cerca que lejos.
-Cállate- dije-, pueden oírnos.
La novia estaba sentada sobre la cama, con los piecitos colgando dentro de un manguito especial. Tenía los ojos clavados en el piso. Ante ella estaba parado el esposo, el joven pastor. Le decía algo, no sé qué; el ruido de las máquinas me imposibilitaba oír. Hablaba con pasión, gesticulante, con los ojos relampagueando. Ella escuchaba y negaba sacudiendo la cabeza.
-¡Demonios!- murmuró mi padre- ¡Me mordió una rata!
Apreté el pecho contra la pared, como si temiera que se me fuera a salir el corazón por la boca. Me ardía la cabeza.
Los novios hablaron durante largo rato. Por último él cayó de rodillas y tendió hacia ella, implorante. Ella sacudió la cabeza, negándose. El se puso de pie de un salto, cruzó el camarote, y por la expresión de la cara y los movimientos de los brazos deduje que la amenazaba. La joven esposa se puso de pie y se dirigió lentamente hacia la pared donde yo estaba. Se detuvo cerca de la abertura y se quedó inmóvil, pensando. Devoré su rostro con los ojos. Me pareció que sufría, que luchaba consigo misma, sin saber qué hacer; pero al mismo tiempo sus rasgos expresaban furor. Yo no lo comprendía.
Seguimos allí, frente a frente durante cerca de cinco minutos, después ella se apartó lentamente y, haciendo una pausa en medio del camarote, hizo un movimiento de cabeza hacia el pastor; un gesto de aceptación, sin duda. El sonrió feliz, le besó la mano y salió.
En tres minutos la puerta se abrió y el pastor volvió a entrar seguido por el inglés alto y rollizo que ya mencioné. El inglés se dirigió a la cama y le hizo una pregunta a la hermosa mujer. Pálida, sin mirarlo, ella movió la cabeza afirmativamente.
El banquero sacó entonces del bolsillo un bulto- evidentemente billetes- y se los tendió al pastor, que lo examinó, los contó, hizo una inclinación y se fue. El inglés de avanzada edad cerró la puerta con llave a sus espaldas.
Me aparté de un salto de la pared, como si me hubiera picado algo. Estaba asustado. Me pareció que el viento estaba haciendo pedazos nuestro barco, que nos íbamos a pique. Mi padre, aquel anciano y libertino, me tomó del brazo y dijo:
-¡Vámonos de aquí! No tienes que ver esto. Aún eres un muchacho.
Le costaba tenerse en pie. Le ayudé a subir las empinadas y sinuosas escaleras. Arriba había empezado a caer una lluvia otoñal.
[De El mundo de Antón Chejov, Buenos Aires, CEAL, 1980.]