La infancia es una caja infinita de recuerdos.
De niño, compartí pieza con mi hermana la Yeya. Las camas se ordenaron de distintas maneras, desde las dos mirando para la puerta hasta las dos en paralelo hacia la ventana. Eso ocurrió cuando sacaron el televisor –probablemente blanco y negro- de la pieza. En ese espacio, mi cama quedaba cercana a la puerta. Luego, en alguna instancia desconocida, decidí que la almohada iría a los pies, quedando mi vista al dormir hacia la ventana y en el techo se dibujaba los resabios de una luz prendida. Luego, cuando tuve un dormitorio, mi pieza quedaba cercana al living y desde ahí por muchos años la puerta quedaba entre abierta para que los perros tuvieran libre acceso a la pieza. Luego, cuando la acumulación de objetos adolescentes y la llegada del computador marcó un único lugar para la cama, mi pieza era un habitáculo que recibía la luz del tubo fluorecente de la cocina hasta quedarme dormido. Seguí creciendo y quien apagaba la luz de la cocina y corroboraba el cierre del portón y de la puerta de la casa, fui yo. En todo este transitar siempre hubo una presencia con la cual compartí el habitar nocturno: mi madre. Ella deambulaba en un amanecer de ideas nocturnas, como si fuese necesario para poder transitar el compartir del día, una constelación de horas silenciosas, en donde el cuerpo compartía el habitar en un conjunto de cuerpos descansando. En ese espacio transitaban juegos, imaginarios ensoñados, lecturas y sonidos nocturnos plagados de teclados y cucharas revolviendo la taza.
Ayer me acordé de ti, madre. Me acordé de la madre que acuesta a sus hijos, de la madre que duerme menos que los infantes. Esa madre que se quedaba en la cocina living despierta. El recuerdo es borroso, como el olor que podía emanar la cocina. Te recuerdo cocinando la “cola de mono” (bebida navideña en base a aguardiente y leche condensada) las noches antes de navidad. Siempre quedaban un par de botellas plásticas rellenas de “cola de mono para los niños”, la versión cero alcohol, dulce y aromatizada por el clavo de olor hervido. Probablemente aquí se inició una adicción al café perdurable hasta el día de hoy. Te recuerdo cociendo un traje para el acto cívico del colegio. Un traje de pájaro hecho a base de un material similar al de que están hechos los colchones. Hoy sé que aquello es llamado esponja. La luz del comedor cocina prendida y desde mi cama veo cómo entra rebotando los destellos de iluminación nocturna. Existe un libro llamado “Iluminaciones”, de un tal Rimbaud, comprado en el último año de escolaridad probablemente en la librería cercana a la Iglesia de San Franscisco, frente a calle Estado. Ahí también compré «Cartas al padre» de Franz Kafka; libros que deben estar en mi pieza.
Ayer me dijiste que hoy es el segundo día más importante de tu vida, siendo el primero el día en que la Yeya nació (7 de enero del 87). Esa frase me llevó a otras circunstancias de aniversario, en donde tú rememorando a mi abuela, la Mamatella, decías “mi madre siempre decía que no hay cumpleaños sin torta». Y eso me movilizó. Me hizo pensar en que el estar actualmente en Buenos Aires, sin ustedes, sería muy probable que nadie comprase una torta en mi nombre. Y me acordé de ti, en la cocina y nosotros pequeños jugando con la masa de los calzones rotos o practicando las rosquillas que se guardaban en la caja de galletas enviada desde Punta Arenas por el Roly. La memoria elige cómo saltear las imágenes; elige el cómo contar lo que transcurre en el interior. Es probable que la noche previa a la celebración de un cumpleaños te hayas quedado sola, despierta, cocinando algo rico para ser devorado con un conjunto de minúsculos seres. Porque cocinar es un actor de compartir el amor, la dulzura, el tiempo y también la vida experimentada. Hay en la cocina un oído abierto a la escucha, unos ojos predispuestos –atentos- ante los detalles de las acciones que llevan a la creación de una obra destinada al placer. Todo esto recordé y evoqué y dije ¿por qué no? Y decidí hacer mi propia dulzura con lo que tenía a mano. Un destello de sabores que aún no pruebo, un castillo para mantener las luces de velas destellantes. Decidí realizar mi propia torta de cumpleaños: una tarta de ricota. Un pastel de ricota, un tesoro de otras tierras –las de acá, las de inmigrantes que portan su pasado mediante sus comidas, sus recetas-. Una tarta de Ricota que es una caricia a la memoria. Al amor recibido y entregado. Un modo de decir estamos vivos para compartirnos. El gesto de pensar en otras bocas, otros paladares.
A lo largo de este año aprendí a confiar en mis manos. Que mis manos no sólo sirven para escribir y teclear; o cortar el aire para explicar. Mis manos son útiles, pendientes de los oficios y los quehaceres, dátiles en su entrega. Que la distancia familiar hace que aparezcan los gestos de los amados en el propio cuerpo. Como cuando descubrí que comía las naranjas al igual que el Papalucho, de tí llevo ese noctámbulo necesario para poder entregarse. Porque el exilio cotidiano es necesario, así como las evocaciones de los seres amados.
Hoy, hice por vez primera un “postre”. Aún nadie la prueba y puedo asegurar que nadie la encontrará mala, ya que en ella está disponible el amor de los recuerdos que me dejan sostener el día a día, que me trasladan entre océanos y que hace de mi habla una mezcla sudaca. Expongo la diabetes de mi padre en el exceso de una vida gozada, permito la presencia de un colon irritable. Hoy mis manos han cocinado, ya no sólo palabras ni comidas; han cocinado amores que hacen de éste día una celebración: el día en que permití dibujar una sonrisa en ti, Marcela; en ti Basilio.